Ortega había abandonado la dirección de la revista España, punto de encuentro de los intelectuales de ideología liberal, desencantado del radicalismo de alguno de sus colaboradores, y decidió escribir una especie de diario unipersonal, cuyo título, El Espectador, quería reflejar su actitud intelectual como contemplador de la vida; estaba destinada a “aquellos que se sentían incapaces de oír un sermón, apasionarse en un mitin y juzgar de cosas y personas como en una tertulia de café”.
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