La necesidad esencial de los seres humanos de contar historias se concretó en las épocas más remotas en los poemas épicos y en los cuentos y leyendas de tradición oral. Cuando existe una literatura escrita y un lector solitario, sólo entonces, puede darse una ficción narrativa extensa en prosa, es decir, aquello a lo que, sin matizaciones excesivas, se da el nombre de “novela”. En muchas otras lenguas europeas, para designar estas narraciones se usa un término procedente del adverbio latino romanice ('al modo de los romanos'), distinguiéndolas de lo que el español denomina “novelas cortas”, que esas mismas lenguas nombran mediante un sustantivo procedente precisamente del italiano novella: en portugués, existe la pareja romance y novela; en francés, roman y nouvelle; en italiano, romanzo y novella; en alemán, roman y novelle, y en inglés, romance y novel. Estas parejas sirven para recordar el doble origen de la novela en lengua moderna, de sus dos elementos constitutivos: unas primitivas novelas francesas que recibieron el nombre de romans y que significaron la afirmación de la personalidad del autor, y la gran aportación italiana de las novelle, en principio cuentos cortos, que representaron el triunfo definitivo de la prosa.
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